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En mi ciudad, todos los días se siente fuego. Vivimos en el Caribe, donde es un caluroso verano todo el año. Pero para muchos otros, el “fuego” se siente por la fuerte presencia de cientos de pequeñas iglesias que cada domingo tienen un “servicio de sanidad y milagros”. Yo no formo parte de una congregación así, pero, por un tiempo, me sentí tentado a pertenecer a una.

Verás, hace más de una década yo estaba pasando por un momento difícil en la fe. Me sentía muy solo, y no conocía ningún otro evangélico de mi edad. Eso es hasta que Diosidencialmente me encontré con un grupo de amigos que no solo eran evangélicos, sino que también tenían gustos musicales similares a los míos, tocaban instrumentos como yo, tenían sus pulseras de WWJD (¿Qué haría Jesús?), y compartían con otros sus creencias.

Por un tiempo, estaba muy emocionado. Pasábamos tiempo después del colegio, íbamos a estudios de grabación juntos, hablábamos todo el tiempo. Debo decir que nuestras conversaciones sobre la fe eran poco profundas. Y cuando los invité a mi iglesia, ellos abiertamente me dijeron que “ahí no se sentía el Espíritu”. Entonces me invitaron a su congregación. Querían que yo pudiera ser parte de un servicio especial, donde cada domingo muchos eran sanados y liberados de posesiones demoníacas. Un lugar donde sí “se sentía el Espíritu”.

Yo quería pocas cosas más que un grupo de amigos, así que accedí. Recuerdo que el servicio era a las 9 de la mañana, y nos fuimos en un taxi todos juntos. También recuerdo que mi mamá no estaba muy contenta con que yo faltara a nuestra congregación para ir a aquella otra. Algo del nombre no le cuadraba. (No lo recuerdo exactamente, pero sé que no decía iglesia en ningún lado, y eran al menos cinco palabras. Algo así como “Centro Comunidad de Fe Internacional Fuego de lo Alto”).

Crédito de imagen: Lighstock.com
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Como no sabía qué me esperaba, invité a mi mejor amigo (que en ese momento era inconverso) a que me acompañara. Salimos tarde, por supuesto. Llegamos a eso de las 9:20, y todavía no había comenzado. El lugar era un auditorio en el centro de Santo Domingo, que rentaban cada semana para esos servicios. Sentaba unas 6 mil personas, pero lo adecuaban para unas 3 mil. Cuando iba a iniciar la escuela dominical, separaban a las personas dependiendo de los grupos donde pertenecían. Como era la primera vez que asistía, a mi amigo y a mí nos sentaron en el grupo de los nuevos, junto con unas 20 o 25 personas más.

La maestra de escuela dominical parecía ser una muy buena persona. Ella trataba de introducirnos a lo básico de la fe, con una versión un poco más light de las cuatro leyes espirituales. Eso sí: tenía cerca de nada de conocimiento de la Palabra. (De hecho, tenía dificultad con encontrar los libros en la Biblia). No recuerdo exactamente qué trató, pero sí lo puedo reconocer hoy como una versión leve del Evangelio de la Prosperidad, con un mayor enfoque en el bienestar y la salud que en el dinero. Uno de esos amigos creía firmemente que mi diabetes era falta de fe o resultado de algún pecado, y el mensaje de esta maestra iba en línea con eso.

Al terminar, mi mejor amigo (quien me acompañaba casi cada domingo a la otra congregación) me decía que él no sabía mucho de Biblia, pero que sabía más que la señora. No estaba muy lejos de la verdad. Pero bueno, esa era una maestra de muchas. El servicio todavía no había comenzado.

A la 10:30 inició el tiempo de adoración. La banda estaba en su punto: se notaba que eran profesionales. Ya en el lugar debía haber cerca de 2000 personas (en la escuela dominical no creo que llegaran a 300). Las canciones eran bien conocidas, pero duraban el doble o el triple que la original, por intermisiones comunes de la pastora que bajaba y subía del escenario y mandaba a repetir coros y líneas. Por todo, pasó más de una hora en el tiempo musical, hasta que la pastora subió al escenario y comenzó a interceder. Junto con la banda, ella empezó a declarar que la presencia de Dios estaba en este lugar, señalando a diversos lugares donde las personas empezaban a caer al piso.

No me había dado cuenta, pero gran parte de mis amigos empezaron a entrar en una especie de trance. Uno tras otro terminaron en el piso. Solo quedábamos dos: el inconverso y yo. Detrás mío veía a los ujieres que iban caminando con manteles blancos que ponían en los rostros de las personas que caían al piso. De pronto, la mayoría de la audiencia estaba en el piso o danzando. Y mi amigo y yo continuábamos de pie, estáticos. La pastora continuó con su intercesión:

“El diablo está aquí, y ha enviado a sus emisarios para destruir, para engañar, para traer mal”, decía, mas o menos. “Pero a nosotros no nos importa porque el que está con Dios no le teme al diablo”. Amén, yo también creo eso.

Lo único es que… mientras hablaba, ella seguía señalando al lugar donde nosotros estábamos, y teníamos ahora dos ujieres detrás con los manteles. Siendo nosotros dos quizás las únicas personas de pie en todo el lugar, era evidente a quién ella se estaba refiriendo como emisarios de Satanás. De pronto, una persona del otro lado del salón saltó de en medio de la audiencia y se acercó corriendo hacia el escenario. La pastora empezó a hablar en lenguas y a reprender al demonio que le había poseído, mientras dos o tres hombres vestidos de negro sujetaban al hombre para que no llegara hasta donde ella. De ahí, se procedió a un tiempo de liberación de demonios.

En poco tiempo, uno de mis amigos volvió en sí y me preguntó por qué yo estaba tan frío. Como mencioné, yo era muy joven, y no tenía mucho conocimiento de la Escritura. Pero sabía que algo andaba mal. Traté de buscar una historia que había escuchado de unos exorcistas ambulantes que habían sido reprendidos por un demonio (Los hijos de Esceva, Hechos 19:11-17), pero no la encontré. No podía explicarle por qué me sentía así, aunque en mi orgullo recuerdo haber entrado en una discusión para ganar el argumento. Lo que sí sabía era que algo no estaba bien, y mi espíritu sentía un profundo deseo de salir de ese lugar.

Un poco después del llamado tiempo de ministración, ya bien pasadas las 12 del día, inició la prédica. No recuerdo el pasaje ni el texto que iba a predicar la pastora. Sí recuerdo que una gran cantidad de personas empezó a marcharse. Un par de mi grupo también, y salimos afuera a tocar guitarra y conversar sobre otras cosas. Unos treinta minutos después terminó todo, y un poco antes de las 2 de la tarde llegué a mi casa, con el deseo de nunca más asistir a esa congregación.

***

Mirando atrás, hay mucho que puedo aprender de aquella experiencia. Permíteme presentar algunos aprendizajes y recordatorios:

  1. Los líderes deben ser conocedores de la Escritura. Este me parece que fue el problema principal de aquella congregación. No podemos conocer al Dios de la Biblia si no conocemos a profundidad la Biblia de Dios. Ni la maestra de la escuela dominical ni la pastora mostraron ser obreras que manejaran con precisión la Palabra de verdad (cp. 2 Tim. 2:15). No recuerdo qué textos llegaron a mencionar, pero sí recuerdo que no hubo exégesis del texto en su contexto. Pero no creas que este es un problema de una denominación o de otra. Sacar la Escritura de su contexto es una herramienta favorita de Satanás (como hizo en el Edén, Gn. 3 y al tentar a Jesús, Mt. 4). También es una tentación común para todos nosotros, que fácilmente nos ponemos por encima de la Palabra al usarla para que diga lo que nosotros queremos que diga. Por tanto, esforcémonos por presentar cada pasaje como fue dicho originalmente. Solo así podremos decir que estamos buscando anunciar todo el consejo de Dios (cp. Hch. 20:27).
  2. Las emociones deben ser las controladas, no las que controlan. Los cultos cargados de emociones no son nada malo en sí mismos. El problema es si estas emociones son lo central del servicio. Algo similar aconteció en la iglesia de Corinto y su ejercicio de los dones espirituales, y Pablo tuvo que reprenderles, guiándoles a que hicieran todo decentemente y en orden (1 Co. 14:40), puesto que Dios es un Dios de paz y no de confusión (1 Co. 14:37). La Biblia nos modela que el centro del servicio de adoración debe ser la gloria de Dios, y que la predicación debe ser a la mente, para descender al corazón, llevando a la transformación de la voluntad. No podemos invertir este orden y esperar el favor de Dios sobre nosotros.
  3. Un encuentro con el Espíritu Santo va a cosechar el fruto del Espíritu. Lamentablemente, ninguno de aquellos amigos continuaron en la fe, a pesar de todas las aparentes manifestaciones espirituales que ocurrieron allí. Las vidas cambiadas son la única medida del éxito. Satanás puede causar conmociones, alucinaciones, y temblores, igual como aparentar sanidad y prosperar económicamente. Pero amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, y dominio propio son la marca distintiva del trabajo del Espíritu (Gálatas 5:22-23). Con esto no quiero decir que hoy no son posibles las experiencias sobrenaturales. De hecho, no soy cesacionista. Pero nada es más sobrenatural que un pecador amando a otro, mostrando gozo en la adversidad, paz en la escasez, paciencia en el día a día, y cosas como las tales.

No pasé mucho tiempo con aquel grupo de amigos, y nunca más regresé a aquella congregación. Como mencioné, ellos se apartaron de la fe, y hasta donde sé no han regresado. (Mi amigo en aquel momento inconverso se arrepintió unos años más tarde y hoy continúa congregándose junto a su familia en una iglesia sana). Tal vez tu experiencia en un servicio como este haya sido distinta. Y de ninguna manera estoy diciendo que toda iglesia pentecostal o carismática tiene servicios de este tipo. Lo que sí quise presentarte mi experiencia y juzgarla a la luz de las Escrituras. Después de todo, estamos llamados a hacer exactamente eso con toda nuestra vida.

“¡A la ley y al testimonio! Si ellos no hablan conforme a esta palabra, es porque no hay para ellos amanecer”, Isaías 8:20

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